5/17/2012

Prólogo: La Mirada del Cuervo


"Es complicado establecer con exactitud cuándo comenzó todo. Las bases, los primeros recuerdos firmes que mantengo, son las sagradas enseñanzas de mi pueblo. Ghal'Mhan, como se autoproclamaron, quizá en un alarde de soberbia. Portadores de la vida.

Tradicionalmente, nuestra llegada al mundo fue inmediatamente posterior al  primer nacimiento; la primera raza. Ellos habían sido bendecidos con el don de la vida. Tenían la capacidad y el tiempo para aprender y para perfeccionar sus creaciones.

Nosotros, por nuestra parte, obtuvimos el don de dar forma al mundo, de moldear.

Nosotros fuimos los encargados de cuidar de los hijos de los dioses. A todos efectos, nosotros éramos su protección, su compañía y, en cierto modo, la herramienta para cumplir su voluntad.

Nosotros veíamos el mundo como un basto espacio virgen con infinitas posibilidades. Unidos a nuestros ahijados, podíamos levantar las entrañas de la tierra en formas de indecible belleza.

Unidos, construimos un mundo hermoso, con la capacidad de acoger y complacer no solo a los primeros, sino a las razas que de ellos iban surgiendo. En aquellos momentos no tenía sentido hablar del tiempo. A nadie se le habría ocurrido establecer una medida o un registro de cuantas veces amanecía o anochecía. Eran momentos de prosperidad, todo el mundo tenía su lugar y su función. Algunos de los conceptos que hoy en día utilizamos con normalidad era, por aquel entonces, demasiado abstractos para poder ser concebidos. Demasiado lejanos.

Sin embargo, el mundo, como todo, era finito. Pronto, o así se nos antojó a nosotros, seres inmortales, todo estuvo terminado. Nuestra labor dejó de existir. Todo lo que era necesario ya estaba hecho, y cada vez menos se erigían estructuras por su belleza. No tardamos en quedar relegados a un plano apartado de todo lo demás. Se podría llegar a decir que, en cierto modo, desaparecimos de la vida, y pasamos a formar parte de la historia, de la tradición, o incluso, de la leyenda.

Nuestro pueblo se retiró al lugar en el que, según se decía, los primeros de nosotros habían pisado el mundo. Allí establecimos nuestra morada. Tan cerca y tan lejos de todo. Así, finalmente dejamos de formar parte de todo aquello que formaba parte de algo vivo.
Quizá aquella fue la primera pista de lo equivocado que había sido el nombre que mi pueblo se había dado.
Sin embargo, no llegamos a ser olvidados del todo. En ocasiones puntuales, era requerida nuestra presencia para poner fin a alguna disputa o para evitar algún enfrentamiento masivo.

Así pasamos de ser artistas consagrados a la vida, a ser embajadores, guardianes, guerreros.
Al fin y al cabo, a ser lo contrario de lo que abogábamos.

Mi juventud, medida en la escala humana, transcurrió mucho, mucho más tarde de todo lo narrado.

Me gustaría dejar constancia de que fue una juventud rica en experiencias, en compañía y en amor. Sin embargo, existen dos razones por las que no puedo hacerlo.
La primera, es que, en mi tiempo, ninguna de estas cosas tenía una importancia reseñable en nuestra sociedad. Los jóvenes eramos adiestrados para cumplir a la perfección con la misión que se nos asignase. De hecho, en ello consistía la juventud. Los jóvenes dejábamos de serlo cuando habíamos completado nuestro entrenamiento y se nos asignaba alguna labor.
Por ello no tuve demasiado amor, ni experiencias ricas, ni compañeros. Y de lo poco que he tenido, a día de hoy, solo conservo un recuerdo. Una prueba fehaciente de que las pocas cosas buenas que quedan en mi sucedieron de verdad. De mi cuello, de mi piel descarnada, cuelga una sencilla joya. Un regalo. Algo tan inusual entre nosotros que en ocasiones me he replanteado si realmente existía, si todo lo que ello implica había llegado a suceder de verdad, o si realmente ha sido un producto de mi necesidad. De esa necesidad de creer que, tras la tormenta, siempre hay una calma. De que los actos justos serán recompensados más adelante.

De que el mundo que nosotros mismos hemos construido, al fin y al cabo, no sea tan injusto e implacable como parece."

Carlos Garrido