Asentados sobre la ciénaga negra de Z'Akhul, los trolls menores de Amhun residían aislados del resto del mundo. Defendían el pantanal maloliente que era su ínsula, un territorio más muerto que vivo, escasamente poblado por plantas de aspecto amenazador y escurridizas bestias que reptaban por el lodo. Los trolls se consideraban a sí mismos el último resquicio de santidad en el mundo. Habían sobrevivido las hordas genocidas de hijos de los creadores, si. ¿Pero a qué precio? Despojados de todo cuanto poseían, sus tierras, sus pertenencias e incluso su nombre. Odiados por todos, asentados en tierra de nadie, y aún así perseguidos, perseguidos hasta los mismos confines del mundo. Los trolls jamás dejaban sus tierras. Habían asumido que nadie les quería rondando por los alrededores, de forma que habían aprendido a vivir aislados. Volvieron a escribir todos los escritos quemados. Volvieron a construír sus palacios. Más pequeños y honestos, más frágiles y menos bellos. Se adaptaron a la vida en una tierra miserable. Pero jamás perdonaron. Nunca más volvieron a compartir sus secretos con nadie; tenían una razón para odiar. Nadie podía adentrarse en las tierras de los trolls, profanar su santuario sagrado.
Sabían que eran las últimas criaturas que habían nacido de la mano de sus creadores y que permanecían puras, inmunes a la corrupción de las demás razas, inmunes a la guerra, a la desigualdad.
Y estaban dispuestos a vivir aislados para proteger aquello último que les quedaba. Aunque supiesen que antes o después eso terminaría causando su eliminación.
Relatos Dl Khal'Ashamaid
Uriel, sacerdote del sagrado monasterio de Pii
Carlos Garrido