6/02/2016

Prólogo: El Alquimista



Después de mucho tiempo sin subir nada de escritura, y ya "en vísperas" de la publicación de "Los Ecos de la Venganza" (a falta de la maquetación, de un nuevo título y de la portada), he comenzado a preparar la siguiente novela, que desarrolla una idea tangente a Los Ecos, de la cual hice un trozo que, de hecho, iba a formar parte del final de la novela originalmente, pero que finalmente no va a ir con ella ya que más  que añadir algo al final, lo deja abierto en vez de cerrado. El trozo  en cuestión es de 2013, por lo que está bastante poco refinado y es bastante basto en términos generales. Aún así, la idea de "El Alquimista" surge en términos generales de allí, y se compondrá las andanzas en solitario de Fharrel (Jan Farelian), tras los sucesos acontecidos en Los Ecos (y por tanto contiene spoilers menores), y de algún modo formará el puente entre Los Ecos y su secuela, de la que este personaje tmbién formará parte. Sin más, el texto, esperando simplemente que os guste : )


Mi Querida Caroline,

Te escribo puntualmente esta carta, tal y como te prometí la última vez que nos vimos. Cuento con calma cada día que pasa, sabiendo que es un día menos para poder volver a ver tu rostro, y mientras lo hago, te imagino, a ti, Caroline, mi dulce Caroline, buscándome entre las sombras, preguntándote si acaso en esta ocasión no te habrá de llegar mi carta, este escrito que con tanto aplomo te envío cada mes, siempre para asegurarme de que no te olvidas de mí, de la promesa que te hice. No me verás en tu palacio de marfil, no aún, aunque sé que seguirás buscando mis ojos en el rostro ajeno, mi olor en cada cruce de pasillo. Sé que esta carta no ahogará las ascuas que te consumen, pero te lo aseguro, mi promesa sigue viva, ahora y siempre.

No te olvido.


Llegaba tarde, lo sabía. Llevaba meses esperando aquel momento y, a la hora de la verdad, ya se sentía decepcionado antes incluso de empezar. A su alrededor, la gente bullía en un alboroto alegre, quizá no especialmente intenso, pero a él se le antojaba ensordecedor.  Sí, le sudaba la mano, le sobresaltaban las pisadas de los extraños a sus espaldas, y su mirada corría de aquí para allá inquieta. Se abrió la puerta por enésima vez aquella noche, en el otro extremo de la sala, donde se agrupaban los bebedores más fugaces. Él no alcanzaba a ver la entrada, pero en ese mismo momento supo que su cita había llegado. Durante un breve momento, los rostros curiosos le dieron la espalda, señal inequívoca de que algún viajero extravagante había cruzado el umbral. 


Covedine ni siquiera estiró el cuello: conocía los hábitos de su invitado, así que simplemente trató de parecer lo más cómodo posible y dio un trago a la jarra de cerveza.


Esperó unos segundos y sólo entonces vislumbró, sobre los cogotes de la multitud, una larga pluma verde coronando un sombrero de ala. Para su sorpresa, el viajero de la pluma no se dirigió hacia él, sino que, de hecho, se plantó en la barra y estudió con detenimiento toda la sala, justo antes de encargar una bebida. Covedine le miró, inseguro, y le saludó con la mano. El extraño lo vio a él, de eso estaba seguro, pero en lugar de responder el saludo se encogió de hombros y le dio la espalda.  El hastiado hombre bufó; estaba claro que aquel no era su acompañante, lo que implicaba seguir esperando. Se preparó para darle otro trago a su bebedizo, y entonces una mano amiga lo sobresaltó.


“Debía asegurarme” le susurró al oído una voz “la última vez que me encontré con un viejo conocido, intentó que la guardia me arrestase. Qué te voy a decir. No terminó bien. No para la guardia al menos”


El hombre que le había tocado el hombro aún permanecía a sus espaldas, fuera de su campo de visión. Covedine no reaccionó. Le temblaba el pulso, pero hizo acopio de valor y, con cuidado, dio un nuevo trago a su jarra. La mano amiga le palmeó con calidez, y sólo entonces el alquimista se sentó a su lado, vestido, en contra de todo pronóstico, con ropa completamente normal. En su mano llevaba una jarra más apurada que la suya propia, lo que significaba que llevaba en aquella sala más que él.


“Es bueno volver a verte, Jan” articuló, no sin cierto esfuerzo “Después de tantas cartas y de tanto esperar, comenzaba a pensar que no vendrías, que te habría pasado algo. ¿Has estado bien?”


“He” replicó él, esbozando una sonrisa torcida y volviendo a palmearle el hombro. “Covedine, mi viejo amigo… tú eres, según he oído, uno de los pocos leales que estaba allí, en la gran garganta cuando mi padre murió. Sin embargo” añadió el alquimista, mirándole a los ojos “yo no te vi por allí”.


“Huí” bufó el hombretón con un gesto de desdén. El alquimista le miró de hito en hito y reforzó más su sonrisa. Desde que él se había sentado a su lado, el veterano había comenzado a sentirse peor: estaba casi seguro de que sólo eran los nervios, pero tenía sudores fríos, se notaba débil y las risotadas, los comentarios subidos de tono a tan solo unos pasos de él, ahora se le antojaban un murmullo ininteligible. Sin duda eran sólo los nervios, no debía mostrar miedo.


“Siempre me ha gustado tu humor” susurró su invitado, justo antes de comenzar a aplaudir despacio. “El viejo Covedine” pronunció con énfasis, “siempre ácido, siempre… leal. Por eso me gustas tanto. No hace falta ser un genio para saber lo que te pasó aquel día, sólo quiero saber qué opinas tú de los rumores”


El hombre bebió. La bebida se le antojaba insípida, aunque bien podría haber sido por el tiempo que llevaba servida en la jarra. Él levantó el brazo para pedir, pero su acompañante le sujetó presto, mientras le seguía mirando a los ojos, y empujó su propia jarra junto a él. Covedine bebió. El hombre le asustaba, pero no estaba dispuesto a dejárselo ver. Tomó la jarra de bebedizo que le tendía el alquimista y la vació de un solo trago. Jan Farelian volvió a aplaudir, de nuevo despacio, de nuevo con aquella sonrisa mordaz.


“Yo no sé nada” bufó al cabo el veterano. “Estaba inconsciente, así que… qué más da. Jul murió aquel día dando la vida por los suyos, es lo único que sé, y lo único que me importa, la verdad”.


Los dos continuaron en silencio, sin mirarse. Covedine se sentía sorprendido por su propio arranque. Desde que había visto al alquimista había sido incapaz de articular una frase convincente, y de pronto acababa de mostrarse desinteresado, no sólo en lo que le preguntaban sino casi en todo lo que aquel hombre significaba. 


Jan Farelian asintió, se levantó y caminó hasta la barra. Allí habló con el joven del sombrero emplumado, que les observaba ahora con atención. Los dos intercambiaron algunas palabras, y entonces el del sombrero pagó y se fue. El alquimista, sin embargo, pidió otras dos jarras y se dirigió de nuevo a la mesa, donde Covedine esperaba fingiendo indiferencia.

“Esta” indicó el alquimista, mientras le tendía una de las jarras y le invitaba a brindar “no está envenenada”. Los dos rieron, aunque el veterano lo hizo con nerviosismo. No pudo evitar darse cuenta de que ya no le temblaba el pulso y la mano le había dejado de sudar. Sin lugar a duda, los nervios habían ido a menos. Tenía que ser eso.


“Entonces” susurró el veterano, ahora sonriéndole a su compañero “¿Me vas a contar a qué te has estado dedicando?”

“Por supuesto” replicó el alquimista, de algún modo menos amenazante “A eso he venido”